Se cuenta que a un hombre se le descompuso su Ford, modelo T, al costado de una carretera. Como él conocía algo de mecánica, comenzó a arreglarlo allí mismo. Intentó varias soluciones, pero nada funcionó. Unos minutos después, otro Ford T se paró detrás del suyo. Se bajó un anciano y, después de observar unos minutos, le preguntó si podía ayudarlo. El hombre ni siquiera le contestó. El anciano volvió a ofrecer su ayuda varias veces, y siempre fue rechazado. Tras un largo rato, ya cansado, el improvisado «mecánico» accedió al pedido del anciano, diciendo:

– SI YO NO LO PUDEARREGLAR, NO CREO QUE USTED PUEDA. PERO SI QUIERE, PUEDE INTENTARLO.

El anciano tomó una herramienta, ajustó una pieza del motor, dio arranque y, de repente, ¡el automóvil volvió a funcionar! Sorprendido, el dueño le preguntó al anciano:

– ¿CÓMO SUPO QUÉ HACER?

– MI NOMBRE ES HENRY FORD – dijo el anciano–

– Y YO INVENTÉ ESTE AUTOMÓVIL.

La familia está en crisis; se ha desintegrado; y millones sufren al no poder encontrar amor, aceptación, contención y seguridad. La humanidad, como el hombre terco de esta historia, ha rechazado a quien diseñó la familia, y no sabe cómo reparar esas relaciones perdidas.

Dios no solo diseñó al ser humano (ver Gén. 1 y 2), sino también estableció el marco adecuado para que pudiera encontrar amor y felicidad. En ese marco original, Dios estableció que la familia debía estar conformada por la unión de un hombre y una mujer, quienes dejan a sus padres para conformar un nuevo núcleo familiar en el contexto de una relación monógama de fidelidad, amor y respeto mutuo (Gén. 2:24). Como resultado de esa relación, nacen los hijos, que son considerados una bendición (Sal. 127: 3), y que deben ser instruidos en los caminos de Dios (Prov. 22: 6).

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