Está presente, aunque no siempre la notemos. Los que la practican hacen todo lo posible por ocultarla, pero tarde o temprano sus efectos se hacen sentir.
Lamentablemente, la corrupción es parte de la sociedad en que vivimos. De tanto en tanto, los medios de comunicación informan acerca de algún escándalo que estalla en alguna esfera gubernamental o empresarial, manchando la buena imagen de los dirigentes y las instituciones. A veces, constatamos por experiencia propia la dolorosa realidad de la corrupción.
Según el “Barómetro Global de la Corrupción 2007”, elaborado por Transparencia Internacional, las perspectivas no son animadoras. Esta encuesta de opinión pública, realizada en sesenta países a más de sesenta mil personas, revela un aumento de este flagelo en prácticamente todos los continentes. Aproximadamente una de cada diez personas en el mundo ha tenido que pagar un soborno durante el año pasado.
Según esta encuesta, la mitad de los entrevistados, un número significativamente superior al de hace cuatro años, prevé que la corrupción, en su país, aumentará en el futuro cercano. La misma proporción considera, además, que los esfuerzos de sus gobiernos por luchar contra la corrupción son ineficaces.
La corrupción tiene efectos nefastos. Socava las instituciones; desmorona la ética; desvirtúa la justicia; impide el desarrollo económico social sustentable; y debilita la vigencia de la ley.
¿Puede haber esperanza ante la corrupción? En última instancia, la corrupción se origina en el egoísmo del corazón humano. Para erradicarla, es necesaria una transformación del individuo, algo que solamente Dios puede hacer. Cristo es el único que puede perdonar lo malo que hayamos hecho en el pasado, llenarnos de su amor desinteresado y ayudarnos a vivir sirviendo a nuestros semejantes. Para ello, todo lo que pide es que nos arrepintamos de nuestros pecados y humildemente se los confesemos a él, entregándole nuestra vida para obedecerle de aquí en adelante.
Dios puede concedernos fuerzas para ser íntegros en toda circunstancia, aunque la mayoría haga lo contrario. Su poder transformador está disponible para todos, a fin de reemplazar nuestro egoísmo y nuestra ambición por su amor solidario.
Lamentablemente, sin embargo, no todos lo aceptan; porque no todos desean cambiar. Dios respeta la libertad del ser humano, y no obliga a nadie a vivir honestamente. Pero llegará el tiempo en que, finalmente, se hará justicia, porque “Dios es un juez justo” (Salmo 7:11). Cristo prometió que regresará a esta tierra en gloria y majestad, “y entonces recompensará a cada persona según lo que haya hecho” (S. Mateo 16:27).
La segunda venida de Cristo pondrá fin a la corrupción en forma definitiva, porque destruirá a los que prefieren vivir egoístamente y, por lo tanto, rechazan el ofrecimiento divino de perdón y transformación. Al mismo tiempo, el Señor reunirá a todos los que hayan aceptado su salvación y los llevará al Reino eterno de Dios, donde impera la justicia.
El aumento de la corrupción nos indica, en realidad, la proximidad de la segunda venida de Cristo. El apóstol Pablo advirtió que “en los últimos días vendrán tiempos difíciles. La gente estará llena de egoísmo y avaricia” (2 Timoteo 3:1, 2).
No se desanime, aunque momentáneamente reine la impunidad. Manténgase firme de parte de lo correcto y aguarde con paciencia la venida del Señor, que ya se acerca. ¡Cristo viene!
Carlos A. Steger